El burro no estaba bautizado

Teníamos que esperar cada verano, el largo viaje hasta los colores de la quebrada.
Un abra en la sólida cordillera pugnaba por ofrecernos otra visión de su armadura.
Allí nos sumergíamos en el sol y el polvo de las calles con acequia bordeada de piedras que nos empeñábamos en saltar a uno y otro lado.
En nuestros pies la alegría se enseñoreaba, y dábamos paso a la imaginación de mil formas y canciones.
La calidez del cielo cobijaba nuestro desparpajo dilapidando el tiempo con la ingenuidad de la infancia que nos protegería para el mañana.
Entre alguien del grupo surgió la idea. Cada cual en un burro y a tratar de embocar la pelota en el arco. Era la apuesta.
Empujando los burros como un carro cargado, tropiezos, caídas, lamentos y alaridos, alternaban con miradas de cansinos borricos, visiblemente azorados.
La gesta era ardua. Las ancas de los burros parecían paredes de mármol talladas en el aire saturado de polvo y risotadas. Empujados hacia el arco, parecían negarse a cometer semejante acto.
Alguno que otro se cansaba y sin mediar comunicación a su atareado jinete, se hincaba y resolvía la cuestión acostándose.
Inútiles eran los vituperios y griterías de jinetes y circundantes. El convencimiento no llegaba sin mediar hostilidades que dejaban desfallecientes jugadores como resultado.
Nunca se supo bien quien ganaba cada competencia. Seguro es que al cabo del primer tiempo, solo quedaban despojos de humanos y burros que se negaban a ser bautizados.

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